Años 80. El joven Aram, un marsellés de origen armenio, hace explotar el coche del embajador de Turquía en París. En ese momento, un ciclista que pasaba por allí es herido de gravedad. La madre del terrorista se siente culpable y siente la necesidad de ir a la habitación del hospital del herido para pedirle perdón, algo que éste no entiende. Por otra parte, Aram, en contra de la opinión de sus compañeros, decide ir a conocer a su víctima.
La película se remonta a los años 20 en Berlín, donde reconstruye en un bellísimo blanco y negro el juicio a un activista, absuelto de ejecutar a un político turco relacionado directamente con el genocidio, y después a los 80, en París, Marsella y Beirut, para reencontrar a un nuevo grupo armado y a una de las víctimas accidentales de un atentado, empeñado en conocer a los culpables de su desgracia y en comprender sus razones.
El genocidio armenio sigue siendo una asignatura pendiente para la historia, la justicia y también para el cine. Robert Guédiguian, de ascendencia armenia él mismo, hace un planteamiento muy ambicioso para hablar sobre ello en dos tiempos y en varios planos de comprensión, poniendo en perspectiva las reapariciones periódicas de movimientos reivindicativos que han puesto en práctica la lucha armada y reflexionando sobre su legitimidad y sobre las víctimas inocentes ocasionales.
Inspirada su ficción en hechos reales y sobre todo, libremente, en el libro autobiográfico del periodista español José Antonio Gurriarán, que fue víctima de un atentado del Ejército Secreto Armenio de Liberación en Madrid a principios de los años 80. Durante su rehabilitación, se documentó profundamente en todo lo relacionado con el Holocasuto Armenio y posteriormente se desplazó a Beirut para conocer a los responsables del crimen.
Los hechos fueron narrados en el libro La bomba, un no rotundo a la destrucción y la muerte y un viva la vida, escrito por el propio Gurriarán.
Como he comentado, la película francesa comienza con una recreación histórica en blanco y negro del juicio llevado a cabo en Berlín contra Soghomon Tehlirian por el asesinato de Talat Pashá (dirigente turco y uno de los responsables del genocidio llevado a cabo contra el pueblo armenio). El prólogo constituye una total muestra de drama judicial histórico.
Su fotografía y elaborada puesta en escena recrean con exactitud y realismo un cosmos europeo de resurgimiento tras el final de la Primera Guerra Mundial. Y esta recreación se logra porque todos los elementos de la puesta en escena se distribuyen ordenadamente en esa sala de juicio que puede ser asimilada como el marco en el que Europa se va a asentar de nuevo tras la depuración sangrienta que han supuesto las trincheras de la guerra.
Una elipsis nos transporta a los años ochenta en medio del conflicto turco-armenio. La narración pasa a ser una sucesión de hechos demasiado explicativos. Aunque son perfectamente representadas las dudas morales sobre la lucha armada en esas diversas facciones que componen la guerrilla terrorista armenia, el relato de la víctima del atentado de París avanza sin parada en un viaje hasta Beirut, con escala previa en Marsella, donde vive la familia del terrorista responsable del ataque.
A destacar, como es habitual en sus mejores películas, la presencia de su musa y esposa: Ariane Ascaride.
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