Texto: Yolanda Aguas
El guión se despliega en tres hilos conductores que nos ilustran sobre sendas etapas decisivas de la vida de Rudolf Nureyev: su niñez en Ufá, los primeros pasos en la prestigiosa escuela de Leningrado y los días que determinarían su futuro profesional y que constituyen el episodio central: cuando en 1961 aterrizó en París con el prestigioso y mundialmente admirado Ballet Kirov.
En ese transitar por los diferentes pasajes inicialmente la narración puede confundir, aunque a medida que avanza el metraje este recurso se revela muy adecuado para dinamizar su desarrollo.
Es sabido que Gericault llegó a obsesionarse hasta la enfermedad con la que fue su primera obra, La balsa de Medusa y para reproducir la textura exacta de la piel de los moribundos en el naufragio, tomó apuntes del natural en la morgue.
En El bailarín, el joven Rudolf Nureyev, interpretado por Oleg Ivenko, se detiene delante del cuadro en el Louvre y ahí, en la solemnidad del museo, se imagina a la vez pintor y náufrago, héroe y víctima. Siempre enfebrecido.
Es sobre este gesto mínimo sobre el que Ralph Fiennes se arriesga a construir un biopic tan ajustado a la norma como errático.
La película imagina la primera juventud del artista como le gusta a su realizador. Cada vez que dirige, Fiennes hace suyo un personaje más grande que la propia vida con la edificante intención, no tanto de humanizarlo -que también- como de acercarse a sus más íntimas debilidades y a sus abismos de náufrago. Eso sucedió con su ambicioso Coriolanus.
El bailarín llega hasta el viaje de la compañía a París donde el artista abandonó el rigor de los soviets. Pero lo que cuenta es el nacimiento del genio extraño, errático y fundamentalmente morboso que fue Nureyev.
Sin ser una gran película, se deja ver…
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