EL DOLOR (Aut. Marguerite Duras) – TNC

Texto: Francesc Mazón Camats

Fotografías oficiales EL DOLOR: David Ruano para el TNC

Otras fotografías (2, B/N): Archivo personal de Francesc Mazón Camats

Nos acoge la voz en off de Marguerite Duras: “Podría volver directamente, llamar a la puerta. ¿Quién es? Soy yo… Podría telefonear desde un centro de personas en tránsito. He vuelto, estoy aquí llenando formularios…”.

Pero cuando Ariadna Gil / Marguerite entra en el escenario no está en su apartamento de París…, no, estamos en un búnker, parecido a cualquier otro, inspirado según el pintor y escenógrafo Francesc Torres en las imágenes de los búnkeres del Atlántico, construidos por los nazis para frenar el desembarco aliado. Gris, oscuro, apenas una alta apertura horizontal. Un jergón y dos sillas, fuera de lugar, un montón de hojas de periódicos por el suelo. La Duras viene de fuera, de la calle, quizás de la Estación de Orsay, donde llegan los trenes del Este, con los supervivientes de los campos de exterminio. La Duras pasó los meses de Abril y Mayo de 1945, esperando como una sonámbula, el regreso de Robert Antelme, su marido, desaparecido, engullido en los campos de la muerte, en aquella operación industrial de exterminio total.

Ariadna Gil, lleva puesto un precioso abrigo rojo (obvio o inconsciente homenaje a la Lista de Schlinder) una llamarada de vida que destaca en el mortecino gris, vestuario de Marian Milla.

Marguerite delgada, enferma, enfebrecida, inicia un monólogo (el primero de la actriz), un vómito de palabras duras, obsesivas, también airadas… Se consume, como una vela que arde por ambos lados, en el dolor, en la agonía de la duda…¿Está aún vivo o murió hace semanas?  El monólogo avanza a trallazos, como si la voz de Ariadna/Duras se ahogase, le faltase el aire. El bello rostro demudado se llena de sudor y lágrimas, por instantes parece boquear, sin aliento. La Duras deseaba morir, renunciar, pero no podía. Robert L podía volver en cualquier momento…

Leves movimientos escénicos, casi siempre apoyada en los muros, como engullida, a veces altiva, desafiante o sentada repasando sus apresuradas anotaciones, en un cuaderno.    “Encontré estos diarios en dos cuadernos abandonados en un armario azul… No tengo ningún recuerdo de haberlos escrito…”.

El luz perfecta de Maria Domènech, apenas pinceladas que denoten un cierto paso del tiempo o leves cambios en el ánimo de la Duras. Los sonidos o leves apuntes musicales, a veces una explosión, un bombardeo lejano, se mezclan con la proyección de imágenes imprecisas de destrucción  y algunas fechas entre Abril y Mayo de 1945 (trabajos de Jordi Collet y Adolf Alcañiz). Ariadna / Marguerite se indigna, los campos han sido ametrallados por la aviación nazi en su retirada, casi grita sin fuerzas. ¿Porqué no lanzaron paracaidistas para liberar a los supervivientes? Parece desesperada. Se acerca hacia los espectadores y escupe una feroz diatriba contra De Gaulle y esa nueva derecha que va a ocupar el poder: “Jamás ha hablado en público de los campos, le repugnan… pero obliga a los franceses a un día de luto por Roosevelt…”.

Ariadna Gil es esa llama que se consume, crece por momentos, para de nuevo retorcerse de dolor, su mano sobre el vientre. Vive el personaje, no lo interpreta. Intenso, magnífico trabajo. El cuarto de hora final, de los apenas  70 minutos de duración de la obra, es de una dureza extrema. Las palabras de la Duras son las de un ser humano golpeado, al límite de su resistencia:”Me encontraba delante de un desorden fenomenal de pensamiento y de sentimientos que no osé tocar…”.

Precisa y limpia dirección de Lurdes Barba, que nos acerca un texto palpitante, recuerdo de un pasado innombrable (Noche y Niebla, La Pena y la Piedad, Una tan larga Ausencia), a nuestro agitado e inquietante presente.

Sentada al borde del escenario con el cuaderno azul en su regazo Ariadna-Duras dice: “Yo sabía que él sabía, que él sabía, que cada hora de cada día, yo pensaba. Él no murió en el campo de concentración“.

Un silencio profundo, conmovido, dudamos si debemos aplaudir… Sin duda, el enorme esfuerzo de Ariadna Gil lo merece. Y suena un estallido de aplausos.

No es una obra fácil pero el esfuerzo es absolutamente merecido.

TNC Sala Petita hasta finales de Junio.

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