Texto: Yolanda Aguas
Yaoyun y Liyun son un matrimonio que creen haberlo perdido todo. Su hijo murió tras ahogarse de forma trágica. Años más tarde, la pareja decidió adoptar a Liu Xing, un joven que, sin embargo, no ha conseguido reconfortarles de la forma que esperaban. Por si esto fuera poco, Xing decide desaparecer y alejarse de los que, para él, son unos «padres extranjeros». El desolado matrimonio se pierde en sus recuerdos mientras espera una única cosa en sus vidas: hacerse lo suficientemente viejos como para dejar que el dolor sea algo del pasado.
Esta producción de China, con una duración de 185 minutos, logró el reconocimiento del Jurado de la Sección Oficial en la última Berlinale para sus dos actores protagonistas. Fue con todo merecimiento.
El comienzo de la película es maravilloso: nos sitúa al borde de un lago. Dos niños están sentados hablando frente al agua; la cámara nos traslada después a una comida familiar en casa de Yaoun y Liyun y de nuevo regresamos junto al lago, donde se comprende que ha sucedido una terrible desgracia. Este principio, con sus saltos, anuncia el juego de distintos tiempos que estructuran el guion. El guión está escrito brillantemente, pero advierto que es también muy exigente con el espectador. Durante el metraje, asistimos a números saltos en el tiempo que hay que saber comprender para no perderse en la trama.
La narración sigue los esfuerzos de Yaoun y Liyun por recuperar su vida después del trauma sufrido. Sus cambios a lo largo de 40 años, con los surcos que van minando sus rostros entrelazándose con la evolución de la China, desde la década de 1980, con un sistema totalmente planificado, hasta nuestros días, con una cierta economía de mercado.
La historia, sencilla en el sentido de que muestra un sentimiento tan fácilmente comprensible como la muerte de un hijo. Es fácil identificarse con esos padres y entender que 40 años, por muy llenos de acontecimientos que puedan estar, no son suficientes para paliar ese dolor. De tal modo que el decurso del tiempo tiene una especial relevancia, en la evolución de los personajes y también de su entorno, lugares en que se mueven y relaciones humanas, como los cambios profundos en el país, desde la rígida prohibición de más de un hijo por familia a una cierta flexibilidad; las separaciones, rupturas y reencuentros; los ciclos familiares y sociales que se renuevan. El hilo conductor no es el tiempo lineal, sino los sentimientos, ocultos púdicamente bajo un velo de discreción. Ciertamente, a pesar de cierta dificultad en el visionado de este gran filme, la intimidad de los personajes y sentido de las acciones se van iluminando. La última media hora es una obra maestra. Todo aparece nítido en su profundidad humana y su belleza interior.
Wang Xiaoshuai deja que sea el espectador quien descubra el profundo dolor que vive la pareja protagonista. Ese dolor está muy contenido, los actores están sencillamente magistrales.
Sentimientos rodados con una elegante discreción, pequeños detalles en la dirección artística que son suficientes para que el espectador comprenda que Yaoujun se ha vuelto un alcohólico, o la mirada de Liyun cuando nos hace ver la violencia del Estado sobre esa madre que tanto desea vivir una vida mejor.
Una de las películas, en la Historia del Cine, que mejor presenta y desarrolla el perdón en el ser humano.
Completan el gran trabajo de sus actores, Wang Jing-chun y Yong Mei, la fotografía majestuosa de Kim Hyun-seok y la música de Dong Yingda.
No se asusten por sus 185 minutos, la película merece la pena.
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