Texto: Yolanda Aguas
En 1894, el capitán francés Alfred Dreyfus, un joven oficial judío, es acusado de traición por espiar para Alemania y condenado a cadena perpetua en la Isla del Diablo, en la Guayana Francesa. Entre los testigos que hicieron posible esta humillación se encuentra el coronel Georges Picquart, encargado de liderar la unidad de contrainteligencia que descubrió al espía. Pero cuando Picquart se entera de que se siguen pasando secretos militares a los alemanes, se adentrará en un peligroso laberinto de mentiras y corrupción, poniendo en peligro su honor y su vida.
Una película como El oficial y el espía (mal traducida de su original «Yo acuso») es imposible separarla de su autor, Polanski, desde el mismo arranque: en una gran plaza, ante la mirada de todos sus colegas y del pueblo, el capitán Dreyfus es despojado de toda su aureola y dilapidado en público. El resto de la película, tal y como ocurrió en la realidad, se basa en el desmontaje de las acusaciones injustas que sufrió aquel soldado judío. De tal forma que el espectador que no conozca nada de los avatares personales del director polaco podrá asistir a una obra hermosamente dirigida, narrada e interpretada, cuyas algo más de dos horas se ven sin pestañear; además de aportar toda una lección sobre el pasado, el presente y el futuro. Además del famoso caso Dreyfus, en la película queda claro cómo se estaba generando la Primera Guerra Mundial o se ponen encima de la mesa temas de actualidad como verdad y justicia.
El problema llega cuando conocemos las acusaciones de abusos sexuales a menores, incluida una violación, que recaen sobre Polanski desde Estados Unidos. Sin restarle mérito como el gran director de cine que es, esta película produje malestar por el descaro que ha tenido el director. Es muy difícil separar al hombre del director, al gran artista del ser humano tan miserable.
Rebobinemos… es muy similar al caso de Elia Kazan.
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