LA TRAMA FENICIA (Dir. Wes Anderson)

Zsa-Zsa Korda, un empresario fabulosamente rico acosado por incesantes intentos de asesinato. ¿Su solución? Nombrar a su única hija, Liesl (una monja interpretada con absoluta inexpresividad por Mia Threapleton), como heredera exclusiva de su fortuna. Cuando Korda pone en marcha un misterioso proyecto de infraestructura (la “trama fenicia” titular), que incluye una presa y una cuestionable política laboral, este se convierte en objetivo de terroristas extranjeros, magnates codiciosos y una serie de personajes excéntricos.

Anderson, que también firma el guion junto a su colaborador habitual Roman Coppola, construye su mundo ficticio entretejiendo elementos del Magreb, la Europa de mediados de siglo y los Estados Unidos de la posguerra.

El aspecto más problemático es el vacío en el núcleo de la película. El guion carece de urgencia narrativa y de resonancia emocional. Los característicos diálogos elípticos de Anderson, que antes resultaban encantadores, ahora parecen una afectación perezosa. Los personajes aparecen y desaparecen rápidamente: Riz Ahmed interpreta a un príncipe que parece desarrollar sentimientos por Liesl; Tom Hanks y Bryan Cranston aparecen de la nada como turbios empresarios estadounidenses; Benedict Cumberbatch, interpretando a un villano sin motivación clara, emerge como un enigmático pariente; Scarlett Johansson languidece como la posible esposa de Zsa-Zsa, y Michael Cera, con un acento nórdico exagerado, interpreta a Bjorn Lund, un profesor noruego de entomología que supuestamente debería ofrecer alivio cómico, aunque no hay rastro de comedia.

Incluso la premisa, una relación paternofilial puesta a prueba por la avaricia y la herencia, acaba desvaneciéndose. Liesl nunca deja de ser un enigma, mientras que su devoción religiosa y su deber como hija no terminan de materializarse en pantalla.

La trama fenicia es un paquete maravillosamente envuelto que no contiene nada que merezca la pena en su interior. No basta con ser visualmente atractiva, excéntrica o estar repleta de estrellas: en algún momento, una película también debe conmovernos, sorprendernos y hacer que nos importe lo que sucede. Esta no consigue nada de eso.

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