EL PADRE (Dir. Florian Zeller)

Anthony (Anthony Hopkins), un hombre de 80 años mordaz, algo travieso y que tercamente ha decidido vivir solo, rechaza todos y cada uno de las cuidadoras que su hija Anne (Olivia Colman) intenta contratar para que le ayuden en casa. Está desesperada porque ya no puede visitarle a diario y siente que la mente de su padre empieza a fallar y se desconecta cada vez más de la realidad. Anne sufre la paulatina pérdida de su padre a medida que la mente de éste se deteriora, pero también se aferra al derecho a vivir su propia vida.
En esta película, el guionista francés Florian Zeller debuta tras la cámara como solvente director en lo que, a todas luces, parece fruto de una experiencia personal. Tanto que ha llevado su inquietud al teatro y esa pieza ha conocido una versión para televisión (Le père, Christophe Charrier, 2014) y otra para el cine (Floride, Philippe Le Guay, 2015). Zeller ha tenido la ayuda del reputado Christopher Hampton en esta ocasión.

No hay historia porque más bien se trata de un retrato, por su propia naturaleza deslavazado y hasta caótico.
Apenas hay progresión dramática en el desarrollo narrativo de El padre, porque la amalgama de tiempos y de sucesos reales, recuerdos y pesadillas tienen como resultado un puzle que sirve para ese retrato del anciano demenciado. El espectador asiste con el corazón en un puño a pequeños episodios, a veces cómicos, la mayoría patéticos.
Los momentos más crueles llegan cuando se constata la toma de conciencia de ese deterioro mental; es decir, lo malo no es perder la memoria ni obsesionarse con esconder objetos o sospechar de las personas… lo terrible es darse cuenta de ello, percatarse de la decadencia personal o del injusto trato que soportan los seres queridos. Peor aún, la mayor inseguridad, el desgarro decisivo llega cuando este hombre se pregunta por su propia identidad, porque no sabe quién es.
Una película humanamente impactante por ser tristemente familiar para muchos de nosotros.

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NOTA: La fotografía insertada en este artículo es propiedad de sus autores.

ONDINA (Dir. Christian Petzold)

Undine Wibeau (extraordinaria Paula Beer) es historiadora y trabaja de guía turístico en Berlín. Cuenta la historia de la ciudad y su desarrollo urbanístico entre gigantescas maquetas. Al comienzo de la película, su novio rompe con ella. Undine declara fríamente que si él la deja tendrá que matarlo. Poco después conocerá a Christoph, un buzo profesional, que ha escuchado una de sus charlas y se ha enamorado de su voz.

Ondina sorprende pero no desmerece de su autor. En el fondo Ondina es una película con protagonista femenino cuyo motor es el amor. A diferencia de las primeras películas de su director, no estamos ante momentos de la Historia fácilmente reconocibles, sino ante la reescritura de un mito que tiene miles de años de antigüedad y ha sido reelaborado continuamente.
Si fallan los referentes solo podemos apreciar una extraña historia de amor. Los componentes esenciales son el amor traicionado, el río y la voz y la muerte. Undine es pues un film tan bello y delicado como cruel, como una figura de porcelana, como una maqueta tan bella de admirar que, en cuanto se deshace o se rompe, no puede causar más que desolación.

Sí, estamos ante un artefacto que nos habla del tiempo, de la pérdida y de cómo lo construimos y rediseñamos en tiempo presente. La nostalgia aquí es la proyección futura de un pasado perdido, una persecución de fantasmas en presente constante que acaban en un conformismo primero triste y después convertido en plataforma futura de un nuevo plan.
Petzold, con buena parte del equipo de En tránsito, ha rodado una bella. Las imágenes son muy hermosas, al tiempo que útiles y expresivas; tanto que el espectador sigue atentamente un árido discurso sobre el desarrollo urbanístico de Berlín.
El sonido es importante, las melodías, la voz de Ondina –Paula Beer– es maravillosa.
Si el espectador está en la onda de Petzold, disfrutrá enormemente con esta película.

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