Texto y fotografías (saludos finales): Yolanda Aguas
Fotografías de la obra: Esmeralda Martín
Darwin concluyó que “el ser humano paró la antigua ley selectiva, la del triunfo de los más aptos y la eliminación de los más débiles, para establecer un sistema de conductas solidarias de entreayuda y protección que constituyen el corazón de la civilización”.
El tandem creativo entre el autor Sergio Blanco y la excelente (actriz, gestora cultural y directora escénica) Natalia Menéndez se está convirtiendo en garantía, no sé si de éxito seguro pero sí de propuesta artística de primer orden. Sergio Blanco (Ostia, Tebas Land, El bramido de Dusseldorf), vuelve a demostrar con «El salto de Darwin» que es una de las voces más importantes de los últimos años en la dramaturgia internacional.
Escribo este artículo nada más salir de la representación – viernes 16 de abril – en el Teatro Principal de Zaragoza. Si tuviera que definirla en una sola frase creo que sería : «El salto de Darwin» es una road teatral impregnada maravillosamente por otra road emocional en forma de banda sonora». Si el texto es magnífico, no lo es menos la música elegida (años 70’s y 80’s) para hacer de ella una auténtica delicia. Escuchar temas como: Hotel California de los Eagles o Sin tu latido de Luis Eduardo Aute ayudan, ¡y de qué manera¡ a conmover profundamente al espectador.
El autor sitúa la acción en junio de 1982 en forma de una tragicomedia. Se trata de un viaje, tanto real como emocional, de una familia argentina muy singular (padre, madre, hija y su novio), que recorre durante tres días en un Ford Falcon, al que lleva enganchada una roulotte, más de 3 000 kilómetros para llegar hasta la localidad de Puerto Darwin, un lugar situado en el extremo sur argentino, en la misma frontera donde se desarrolló el conflicto de las Malvinas para esparcir allí las cenizas del hijo que ha perdido la vida combatiendo a las tropas invasoras de Gran Bretaña.
Esa particular road teatral de la familia la recorre también el espectro del hijo muerto cuya vuelta espera con fe esa Madre que deja siempre encendida una luz que le sirva de faro. Preciosa escena onírica entre madre e hijo bailando, sin duda simbolizando el anhelo que todos tenemos por tener la oportunidad para despedirnos de nuestros seres más queridos. Tema que no puede ser más actual, muchos de nosotros ni siquiera hemos podido decir adiós a quienes han fallecido durante esta terrible pandemia.
En el apartado técnico-artístico, Natalia Menéndez reúne a grandes profesionales: Mónica Boromello ha construido el espacio escénico (un gran panel al fondo con forma de glaciar, el viejo Ford en primer término, y la roulotte y una mesa y unas sillas de camping); Juan Gómez Cornejo ha iluminado magistralmente los saltos temporales de luz en esos tres días de viaje (especialmente la conmovedora escena final); Luis Miguel Cobo ha puesto la música original con el acierto de siempre; el gran Antonio Belart ha vestido con realismo a los personajes, y Álvaro Luna ha diseñado la videoescena para que el espectador acompañe en el viaje a la familia protagonista.
En el apartado interpretativo, Natalia Menéndez se ha rodeado de excelentes intérpretes. Goizalde Núñez (muy convincente en esa Madre rota de dolor por la muerte del hijo), Jorge Usón ( el Padre, eclipsado quizá por la fuerte personalidad de su esposa, pero lleno de bondad. Da gusto disfrutar de su presencia y su impresionante y bella voz), Olalla Hernández (Hija, y también la narradora de esta historia), Juan Blanco (Novio), Cecilia Freire (maravillosa e impecable interpretación como Kassandra, una chica transexual que se prostituye para sobrevivir, y que fue novia del hijo, ) y Teo Lucadamo (el Hijo asesinado en las Malvinas). Todos ellos muy bien en sus respectivos cometidos.
Quizá, y afilando mucho mi opinión, hay un momento del texto que creo innecesario: el pequeño monólogo del novio en el que nos explica la historia de Darwin. En los últimos años he asistido a varias representaciones en las que sus respectivos autores tienden a «explicar demasiado» – con monólogos – el sentido de sus obras. También lo han hecho autores muy consagrados, por poner un ejemplo, Albert Camus en el monólogo final de «El inconveniente», por cierto tan brillantemente interpretado por Cayetana Guillén Cuervo. Creo que el público es capaz por sí solo de sacar sus propias conclusiones y estaría muy bien que los autores lo tuvieran en cuenta.
Quienes asistan a esta función encontrarán, a partes iguales, dolor, humor, amor y desesperación, en un texto narrativo que Natalia Menéndez (cada día con más magisterio escénico) ha sabido dirigir de forma muy brillante y precisa.